Chéjov y los niños

Nuria Blanco, estudiante del MUIP, ha enviado un artículo de prensa del histórico diario El Sol, publicado el 2 de diciembre de 1920, en la sección que ese periódico tenía los jueves titulada «Pedagogía e Instrucción pública». El artículo es una sentida y muy interesante reflexión que el autor (desconocido, sólo firma con las iniciales M.L.N.) escribe sobre la infancia y la sociedad de ese tiempo de principios del siglo XX tras el impacto que le provoca la lectura de los cuentos de Antón Chéjov (1860-1904), sobre todo aquellos cuyos protagonistas eran niños. La inevitable mirada al terrible presente y al incierto futuro de todos los niños desamparados que evoca Chéjov, unida a la descripción de una realidad semejante y visible en la vida madrileña de 1920, hacen que este artículo tenga un relevante interés humano e histórico, literario y periodístico.

    Chéjov y los niños

Recientemente, la casa editorial Calpe ha publicado una colección de novelitas cortas del novelista ruso, vertidas al español. El título de una de ellas, «Los campesinos», encabeza la obra. En estas novelas, Chejov, con su exquisita sentimentalidad, suave y desgarradora, nos hace evocar la miseria y la estúpida resignación del pueblo ruso durante su último período de yugo reaccionario.

En cuatro de ellas, los niños representan un papel importante, como víctimas inocentes de las grandes injusticias y miserias sociales.

En «Los campesinos», un grupo de niños vive en repugnante promiscuidad en el seno de una familia de borrachos y viciosos, cuyas perversas inclinaciones hacen nacer en sus tiernos corazones un odio temprano que envenenará sus vidas para siempre.

Vanka, niño de nueve años, huérfano, colocado en casa de un zapatero para que aprendiese el oficio, es el protagonista de otra novelita. En una carta que escribe a su abuelo le cuenta sus amarguras con pueril desesperación:

Querido abuelo Constantino Makcrich: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidacles, y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti. Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos, por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día, la maestra me mandó destripar una sardina y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio con ella en la cara. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por «vodka» a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa; ni siquiera una taza de te».
«Duermo en el portal, y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos… Abuelito, sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida…»

La carta sigue aún en estos términos patéticos.

«Un asesinato» es el título de otra trágica narración:

Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene, y le canturrea: «Duerme, niño bonito, que viene el coco». Una lamparilla verde, encendida ante el icono, alumbra con luz débil e incierta… La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.
El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca. Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y por más que intenta, evitarlo, da cabezadas. Apenes puede mover los labios, y se siente la cara como de madera, y la cabeza, pequeñita corno la de un alfiler. «Duerme, niño bonito», balbucea».

Varka oye cómo roncan en la habitación inmediata; pero no puede acostarse; si se durmiera, sus amos la pegarían.
En el cerebro semidormido de la muchacha nacen vagos ensueños. Ve filas interminables de coches y gentes con talegos a la espalda; a los lados del camino hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes se tienden en el lodo.
—¿Para qué hacéis eso?—les pregunta Varka.
—¡Para dormir!—contestan-. Queremos dormir.
Varka sigue canturreando entre sueños. Nuevas pesadillas pueblan su imaginación. Sueña con la muerte de su padre. De pronto, una voz que le es muy conocida, le grita:
—¡Otra vez dormida, mala pécora!
Varka despierta, y ve a su ama, que ha venido a darle el pecho al niño.
Varka, de pie, espera a que acabe.
Llega el día.
—¡Toma el niño!—ordena el ama— Siempre está llorando. iNo sé qué le pasa!
Las sombras que invadían su cerebro van disipándose; pero sus ojos se cierran y siente peso en la frente.

Es de día. Hay que comenzar el trabajo. Lleva leña y enciende la estufa.
—iVarka, prepara el samovar! ¡Varka, límpiale los chanclos al amo! ¡Varka, ve a limpiar la escalera!
Un sueño invencible la acomete con frecuencia. Una intensa tentación de dormir, dormir dormir, le invade.
Llega la noche. Varka enciende varias veces el samovar, va por «vodga», sirve a todos, limpia los arenques. Por fin, los amos se acuestan.
—iVarka, abraza al niño !—es la última orden que oye.

El niño grita como un condenado. Varka, medio dormida, vuelve a soñar con sus pesadillas. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que no puede vivir así. En este momento oye gritar al niño, y se dice: «Ese es el enemigo, que no me deja vivir.» El enemigo es el niño. Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido antes una cosa, tan sencilla?. Completamente absorbida por tal idea, se levanta, y sonriendo, da algunos pasos por la estancia. Le llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Le matará, y podrá dormir lo que quiera. Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño. Le atenaza con entrambas manos al cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere. Varka, entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sueño profundo.

En «Una pequeñez», Chejov nos presenta a Alecha, chiquillo de ocho años, hijo de Olga Ivanovna y de su marido. Olga vive separada de su marido, con sus hijos y una antigua criada. Su amante, Nicolás Ilich, va a visitarla. Olga está ausente. Alecha, charla con Nicolás, e involuntariamente, en un momento de espontaneidad, se le escapa decirle que estuvo a ver a su padre.

Nicolás sonsaca al niño la conversación que tuvo con aquél. Alecha, ingenuamente, le exige su palabra de honor de que no contará a su madre las frecuentes visitas que él, su hermana y la sirvienta hacen a su padre. Confiado con la promesa de Nicolás, Alecha le cuenta todo: las lamentaciones del padre, sus obsequios y caricias y las inculpaciones que éste hace de su desgracia a Nicolás.

Llega la madre. Nioclás no cumple su promesa y habla. Los amantes discuten, y la madre sale a interrogar a la sirvienta. Alecha, trémulo, con sus ojos llenos de horror y de reproches, le dice a Nicolás:
—Usted me había dado su palabra de honor.
Nicolás no le hizo caso; sólo le preocupaba su amor propio herido. Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó cómo le habían engañado. Lloraba a lágrima viva, y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez en su vida que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.

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La lectura de las páginas de Chejov, con su intensa fuerza dramática, había hecho mella en nuestro ánimo, invadiéndolo de melancólica amargura. Las figuras infantiles evocadas acudían tenues a nuestra imaginación. Era una espléndida tarde otoñal; salimos a dar un paseo por los alrededores y centro de Madrid.

Quizá influidos por la reciente lectura, nuestra mirada se fijaba, interrrogadora, en los numerosos chiquillos que hallábamos a nuestro paso. No era necesario un gran esfuerzo para proyectar a la vida real las trágicas figuritas de Chejov. Una abigarrada y endomingada multitud invadía el paseo de la Castellana. Grandes y pequeños burgueses lucían sus trapitos de cristianar. Un matrimonio, perteneciente a la más modesta clase media, iba precedido de una niñerita de unos doce años (ocho por su desarrollo físico), cargada con un espléndido chiquillo de año y medio de edad. La figura de la niñera hubiera movido a risa si su trágico fatal destino no se nos hubiera presentado de súbito. Muy echada hacia atrás, en una posición violenta, trataba de mantener el equilibrio. Llevaba con orgullo un trajecito negro, más corto que su blanco y pretencioso delantal de hombreras, y  su rostro infantil, feo y anémico, reflejaba cómica seriedad. En sus ojos no se vislumbraba la inocencia y el candor propios de su edad.

En el mismo paseo, un chiquillo de unos ocho o nueve años llevaba atado a la espalda, con un mantón raído, un pequeñuelo de un par de meses. Era un mendigo astroso. Jugueteaba con otros chicos, y al correr, la cabecita de su hermano atado a él daba terribles sacudidas. El cuello raquítico que unía su cabecita de viejo pellejudo a su cuerpo, parecía que iba a romperse de un momento a otro.

Seguimos por la calle de Abascal. Entre, dos conventos o asilos, en una calle sin urbanizar, había un grupo de vagabundos. Una mujer, de rostro alcoholizado y repugnante, un hombre joven tendido boca arriba, con su cuerpo a medio cubrir por ropa hecha jirones, mostraba impúdicamente sus desnudeces. Otro hombre y dos chiquillos de tres y cinco años, respectivamente, completaban el cuadro. El hombre sostenía entre sus piernas la cabeza del más pequeño y limpiaba su cuerpecito con delicado esmero de los parásitos que lo cubrían. El otro niño comía unas mondas de manzana, probablemente halladas en el suelo, mientras aguardaba que le llegara su turno a los paternales cuidados.

A última hora entramos en un establecimiento de moda a merendar. Sus numerosas ventanas estaban invadidas por una andrajosa multitud infantil, que asaltaban a los que pretendían entrar, y llamaban la atención de los de dentro a través de los cristales. Unas cuantas mujeres, de lasciva mirada y asqueroso continente, azuzaba y aleccionaba a los chicos. Una pequeña de tres años, linda, arregladita y bien nutrida, se despegó del grupo y penetró en el establecimiento. Se aproximó a una mesa rodeada de «pollos bien», y con su encantadora media lengua, estuvo charlando con ellos. Repetía una lección aprendida, sin inflexiones de voz, sin expresión; decía que era huérfana, que su madre estaba en el hospital, que tenía seis hermanitos… etcétera, etc. Llovieron los cuartos y los terrones de azúcar. Las señoritas la cubrían de empalagosas miradas maternales, y con cantagiosa generosidad, la colmaban de golosinas. De este modo recorrió triunfalmente unas cuantas mesas, hasta que un mozo, amoldándose al tono dulzón del cuadro, la amenazó entre bromas y veras con encerrarla en un calabozo. «No entraré más, se lo juro, se le juro», gritaba la vocecita, sin pizca de sobresalto. Terminada la «comedia», la niña salió con su pequeño botín.

El salón estaba lleno de gente. Treinta o cuarenta personas, de pie, aguardábamos el momento en que se quedara libre una mesa para ocuparla. En una de ellas, una mujer elegantísima, joven y muy bonita, se disponía a pagar su consumición. Me llamó poderosamente la atención una lindísima muñeca sentada a su lado. Era, seguramente, una muñeca. Su cuerpo era menudo y delicado. Un espléndido abrigo de armiño, blanco como la nieve, no lo era tanto como la alabastrina palidez de su rostro. Sus ojos, enormes, negros, bordeados de larguísimas pestañas, estaban inmóviles, tercamente fijos en el espacio. Nada en su cuerpo se movía: estaba absolutamente quieta.

Ni una sonrisa, ni un gesto turbaba la inexpresión de su semblante.

En una mesa contigua a la que ocupaban se congregaba un bullicioso grupo de oficiales y jóvenes distinguidos. Un fuego graneado de miradas se cruzaba entre éstos y la elegante poseedora de aquella muñequita. Pagó, se abrochó los guantes, puso de pie a la niña-muñeca, subió su cuellecito amorosamente, y con un gesto displicente abandonó el salón, lanzando una mirada a la vecina mesa. Casi en seguida se levantó uno de aquellos elegantes, y siguió el mismo camino. A poco los vimos subiendo la calle en busca de un coche. La señora daba la mano a su muñeca; el joven caminaba a su lado. Risitas burlonas se oyeron en la mesa de los jóvenes amigos, en tanto que aquéllos desaparecían en el interior del simón.

Al anochecer, en el recogimiento de mi hogar, una terrible mescolanza de chicos invadían mi cerebro cansado. La risa jovial de mis hijos, jugando alegremente en una caldeada habitación, me hacía el efecto de un toque de clarín enmedio de una noche de lluvia. El contraste de estos niños -«niños», con sus momentos felices y los pueriles enojos de una vida infantil fácil y sana, era demasiado violento con las imágenes que llenaban mi pensamiento.

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Se ensayan toda clase de procemientos para la educación del hombre. La escuela clásica, la escuela moderna, escuelas al aire libre, la escuela del trabajo, los gabinetes de psicología experimental, las fichas, los «tests», etcétera, etc…

Todos estos sistemas de cultivo humano, ¿qué semilla harán germinar? ¿Sobre qué fermento actuarán? ¿Qué eficacia podrán tener? ¿Tendrán la virtualidad de igualar a la niñez en sus posibilidades futuras?
M. L. N.

 

Hermes Pato, Madrid, 1940. EFE Archivo
Madrid, 1940, 20 años después del artículo de M.L.N.: un padre cobija a sus tres hijos. Pobreza, miseria. Tal vez nos haya faltado un Chéjov que mirara a los niños desvalidos, sin futuro. El fotógrafo lo ha hecho. Bellísima foto que encierra todo el dolor de la injusticia.
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